El Caliche

Mi abuela tuvo un paisaje sobre su casa durante muchos años, un cerro de piedra sólida con infinitas historias, algunas de terror y otras de grandes enigmas. Siempre quise saber cómo la viejita, de joven, fue a dar a ese lugar, tan lejos de su hogar de infancia. Entendí luego que peregrinó por amor, y se arraigó a la sal de esos bosques húmedos por nostalgia.

Cuando la conocí, ella caminaba por el pueblo junto a otras señoras, esparciendo agua bendita, comida, oraciones, en casas donde las mujeres enfermas no podían ir a la iglesia. Cuando la conocí ya era esa extraña abuela, mezcla de monja y chamana y enfermera, despojada de todo lo propio. Voy a insertar una memoria, por si no lo viví realmente, creo que alguna vez fui con ella en esas visitas médicas y los caminos eran de piedras lisas, resbalosas. Creo que estuve ahí cuando cayó y lo siguiente que recuerdo es la gente en su casa, mucha gente. Bueno, tal vez no estuve, seguramente llegué una tarde sin poder pasar por la puerta de tanta gente aglomerada, y es por eso que recuerdo el sufrimiento anticipado de cuando creés que alguien ha muerto. De eso ya bastantes años. La viejita no fue la misma después de su caída, poco a poco se convirtió en la mujer que era visitada cuando ya no pudo volver a la iglesia.

Las vacaciones siempre fueron con ella, en su casa, la hacedora de café, la rezadora. Entendí con ella que no hay mejor cumplido que llevar al río a una persona querida. No sé si existen aún los ríos en el mundo pero fue con ella la última vez que presencié uno. Conocí el barro en esas expediciones, uno muy bueno, rojizo, que salía junto a un manantial a la orilla del río. Ella cargaba ramas secas en su cabeza y yo no sé si le ayudaba pero estoy seguro de haber empacado barro cada vez, para hacer esculturas ridículas y perecederas.

Lo más inquietante de las vacaciones era El Caliche. Esa punta de piedra tenía un silbido, un eco, una maldición; siempre quise saber si la abuela ya vivía ahí cuando el cura clavó la enorme cruz de madera en el lugar donde, aseguran, aparecía una enorme bola de fuego cada noche, como salida del infierno. Nunca le pregunté si ella, en otra década, intentó cruzar las cuevas que hay debajo de ese cerro. Muchos dicen que son miles de kilómetros a oscuras y uno puede salir en otros pueblos, seguramente en otros países. No le pregunté nada de lo importante, porque ella se protegía bien de las preguntas, con un rosario y un café que le duraba todo el día.

Tampoco le conté mi hallazgo, la vez que de casualidad pegué mi oreja al suelo del patio y ante el sonido hueco del agua corriendo hice un agujero, hasta darme cuenta de que todo el patio era hueco. Es probable que ella lo supiera, es decir, claramente había un río debajo de la casa y quiero pensar que ella lo sabía, porque me parece hermoso y explica muy bien quién era ella y cómo en sus pies crecía el universo para mí.

No hay tiempo para el recuento de las historias de la anciana, muchas versiones de las mismas escenas que fue reconstruyendo a solas en la última década. Nos vimos hace un tiempo, ella señaló hacia el cerro, asegurando que venían a casa su mamá y su abuela. Siempre le creí sobre ese asunto.

Con esa imagen me quedo: la imagen de varias generaciones en el patio, mi hija jugando, mi abuela también pequeña y las dos señoras llegando a la casa en un ciclo de muchas décadas de mujeres que hacen este mundo.

Por debajo de las piedras el honorable sonido del agua, a escondidas un río caudaloso donde la gente muerta se desplaza en el tiempo y el espacio.