El asiento sin luz

Estaba en cualquier aeropuerto, con una pequeña maleta y con los documentos de rutina. No es algo que se pueda admitir públicamente, pero esta historia comienza justo en frente del mostrador de la aerolínea, cuando quise decir mi destino a la mujer que atendía, pero sólo salían palabras con otras tonalidades, con otros significados. Intenté hablar en otros idiomas, pero siempre aparecían unas frases dichas sin gracia, como por otra voz que no era la mía.

Cuando uno está pidiendo ayuda es una regla que aparecen sonidos de desesperación acompañando las palabras, y muchos gestos. Pues comenzaba a desesperarme pero la situación era la misma. Podía ser raro para esta muchacha escuchar mis palabras sin gracia, arrugadas, monótonas, mientras mi rostro gritaba por auxilio. Pero ella seguía con la mirada anclada a su monitor. Cada tanto sonreía mientras hablaba con mucha calma sobre detalles genéricos del viaje. Me regresó los papeles y salí corriendo.

Traté de explicar mi situación a las otras personas que iban sin prisa por los pasillos. Nada, sonrisas y palmaditas en la espalda. Estaba abrumado, pero algo así no podía detenerme. En un momento olvidé dónde quería ir inicialmente, nada aparecía escrito en los papeles del viaje, pero me daba la impresión de que todas las personas que lo vieron podían leer perfectamente. Apenas estaban la hora y la puerta de abordaje en números muy grandes. Decidí subir a ese avión, podía llevarme a alguna parte, lejos del sonido de mis propias palabras.

Cuando me acercaba a la puerta de embarque muchas personas comenzaron a verme, diría que felices de mi partida; incluso alcancé a ver expresiones de verdadera aprobación en algunas de esas miradas. Entregué mis documentos a un muchacho que podía tener tal vez 1.30 metros de estatura, estaba subido en un banquito rojo, con esa cara de haber estado esperando mi decisión de abordar. Puso un sello en el papel y el sonido del sello duró varios segundos en todo el aeropuerto, haciendo vibraciones que parecían imperceptibles pero yo podía detectar de alguna manera.

Este joven acercó su rostro a mi oído y dijo con mucha calma: “cuidado con las sombras, que disfrute del servicio”. En ese momento se encendieron dos franjas de luces y siguiéndolas llegué hasta mi asiento. Dormí a partir de entonces, creo, y mi cabeza despertó con el sonido de un segundo sello, era el procedimiento de aduana frente a una ventanilla diminuta. Una mano sacó todos los papeles y los tomé. Salí de ahí, con la esperanza de que alguien estuviera afuera, con un rotulito en mano para orientarme.

Afuera del segundo aeropuerto nada parecía complejo. Después de ver hacia todas las direcciones me llamó la atención un detalle: la manera en que la luz del sol se cortaba con los edificios. Es decir, hay tardes con iluminación dramática, pero en este caso habían cortes radicales de una luz demasiado brillante y sombras demasiado grotescas, generadas por las formas de la ciudad.

Caminé. En el trayecto adopté la postura de un turista despreocupado. Creo que aún en los momentos de mayor relajación la mente sabe responder a situaciones de peligro, me percaté de la alerta en mi cerebro cuando crucé la calle para evitar atravesar una sombra pronunciada, luego al ver con detenimiento pude ver un grupo de personas detenidas en el borde de la sombra. Igual no era nada, igual simplemente nuestro origen como civilización nos previene de los espacios oscuros, es instinto y apliqué mi instinto porque sí, nadie ahí me estaba diciendo nada o persiguiéndome.

Caminé demasiadas calles, evitando las sombras de una manera sistemática. Era tan metódico, como un juego, logré esquivar por completo los espacios oscuros y tuve dos reflexiones: 1 Cómo podría jugar esto en una ciudad con edificios grandes. 2 Era divertido recordar la advertencia “cuidado con las sombras” de hacía unas horas. Cuando pude ver un rótulo de Coca Cola en una montaña llena de casitas me enteré de que había llegado a Tegucigalpa. No era la primera vez que venía y supuse que en realidad no estuvo tan mal la elección de aquella gente de enviarme a Tegucigalpa.

Decidí subir a un bus urbano, a la casa de un viejo amigo que no me estaba esperando, para llegar por sorpresa y conocer a su hijo y a su esposa. Es curioso, pero aquí es donde termina la historia. Subí al bus como cosa natural y me senté justo detrás del conductor. Hacia adentro del bus pude ver poca gente, no hice caso y me concentré en ver el paisaje incipiente de la ciudad. Después de un rato la luz del sol menguaba. El conductor se dio la vuelta y dijo con mucha paz: “cuidado con las sombras”. En la espalda sentí la fuerza de esas palabras. El conductor siguió en su labor, subió la radio para escuchar un sonido de estática, de alguna emisora que ya no estaba transmitiendo.

Vi hacia atrás y era evidente que la luz del sol estaba esforzándose por no desaparecer. En torno a mi asiento, en un radio de aproximadamente dos metros, yo seguía torpemente iluminado. En las otras butacas del bus se habían acercado las personas que estuvieron al final del pasillo hacía unos minutos. Entendí que esas personas se mantenían quietas y esperando en las sombras que se hacían cada vez más grandes. Minutos después, cuando la luz que me protegía estaba muriendo, podía sentir el aliento de esas personas, cada vez más cerca, avanzando con la lentitud que se desvanece la luz del sol. Vi hacia la calle, faltaban unos metros apenas. Todo era absurdo, la emisora volvió pero sin reproducir audio, en el ambiente sólo quedaba ese hueco en el interior del oído de cuando te quitan algo y aún lo escuchás por la inercia.